Llevaba corriendo todo el día a través de la espesura de la selva. Quería correr, huir de sus problemas, dejarlo todo atrás. Estaba sudorosa, cansada, no podía casi sostenerse en pie. Entonces le vio, subido en aquella rama, mirando la Luna. Se le quedó mirando durante varios segundos, minutos... el tiempo parecía intangible. Entonces el chaval volvió en sí y se fijó en ella. La niña, asustada, quería hacerse la fuerte, pero estaba realmente cansada, y sólo quería sentir el más mínimo contacto físico, quería a alguien que le sacase de su caparazón y le hiciese brillar...
Un trueno rompe la quietud de la noche y unos pájaros chillan asustados. Zipactonal se despertó del bello sueño en el que conoció a Ilhuicamina, que yacía a su lado, con sus brazos rodeándola buscando proteger lo que más quería.
No podía dormir, por más que lo intentaba era incapaz de cerrar los ojos. Entonces decidió hacer una locura.
Se separó de Ilhuicamina, y saltó del árbol, ése su hogar. Y corrió. Corrió como antaño buscando los pájaros. Quería volar como ellos, ser libre. Los truenos retumbaban la quietud de la noche, sin embargo, no llovía. Nada podía estropear ese momento. Se sentía libre.
De repente, vio el Gran Árbol del Dios Pájaro, y decidió subirse en él. Otros pensarían que era una temeridad, pero ella quería invocarle para conseguir sus veneradas alas. Al llegar arriba, pudo ver toda la selva, embriagada por la altura y por la belleza del entorno. Patidifusa, esbozó una leve sonrisa, muestra de la felicidad y la libertad que tanto ansiaba y al fin consiguió.
Y ahí fue cuando el destino intervino. No quería ver a nadie feliz y actuó.
Un relámpago sordo atravesó el majestuoso árbol y todo cuanto en él había huyó. Salvo Zipactonal.
Ella no consiguió sus preciadas alas y cayó al vacío. Su cuerpo, como una gota de agua, chocó contra el frío suelo, manchando de rojo la verde selva. Esos ojos verdes no volverían a ver la luz del día, nunca más.
Entonces empezó a llover, caprichos del odioso destino, e Ilhuicamina se despertó viendo el amanecer, pero con un frío que le llegaba a los huesos e intuyendo la tragedia que sobre ellos se había cernido.
No pudo salvarla, las ansias de libertad terminaron por separar sus caminos, y, sin saberlo, se vio obligado a cambiar una cálida sonrisa por la fría soledad como compañera de viajes.