2º - OBLIVION
Pisadas en el barro.
Sangre.
Gritos sordos en la oscuridad. Escalofriantes carcajadas. Siniestras oraciones.
La noche se cernía sobre la espesura de las copas de los árboles. Las estrellas brillaban con una belleza única. Las luciérnagas revoloteaban juguetonas entre las flores, haciendo de la quietud de la selva algo maravilloso. La noche traía consigo la quietud y la calma. El bullicio y la vida matinal daban paso a la tranquilidad, el apaciguamiento de la noche...
Mas algo acechaba entre las sombras. Escondido. Esperando el momento para atacar a presas durmientes. Esperando para hacer daño. Para hacer sufrir. Esa criatura era Ilhuicamina, o lo que quedaba de él, que no era más que un cuerpo vacío...
Enfurecido con el mundo, envuelto en un aura tenebrosa, merodeaba trepando por las ramas de los árboles.
Una familia de tapires dormía plácidamente en un rincón de la selva, ajenos al peligro que estaba a punto de condenarlos. Un peligro con nombre propio, Ilhuicamina. La locura, el odio, la soledad, le habían vuelto loco, por eso era peligroso. Tras una apariencia tranquila y simpática se hallaba un alma psicópata, con sed de sangre. Puede que todos tengamos una personalidad psicótica latente, enjaulada en el rincón más oscuro de nuestro cerebro, pero él había perdido el sentido de lo que estaba bien o mal, y su mini-yo psicópata fue fortaleciéndose, hasta el punto de poder doblar los barrotes que le aprisionaban con el movimiento de su dedo meñique.
Tenía sed de sangre, y bebió. Vaya que si bebió...
Degolló una a una a las pequeñas criaturas que se encontraban indefensas, con una pérfida sonrisa en sus labios, mientras la sangre le salpicaba su torso desnudo y sucio. Cuando acabó con la vida de todos ellos, lanzó una sonora carcajada al cielo fruto de su locura. Bañado en sangre, el niño que había crecido demasiado deprisa se sentía feliz. Ese líquido espeso y rojo era como agua en medio del desierto. El dolor de los demás le causaba placer. Entonces procedió al ritual que realizaba cada noche, bajo el manto de la cubierta de los árboles y junto a la pila de cadáveres, víctimas inocentes de la locura. Procedió a ofrecer esos cuerpos inertes a la oscuridad, quién le había otorgado el poder de sembrar el caos; padre de la infecta criatura que era ahora:
- ¡Oh Kisín, Dios Oscuro, Dios de la Muerte, yo te invoco! ¡A su Deidad, que en su misericordia decidió darme el poder de juzgar a este pútrido mundo, le entrego yo estos sacrificios, no hay necesidad de que estas alimañas asquerosas interrumpan el sueño de un Dios, por lo que siga descansando, ya han sido juzgadas y condenadas al Xibalbá!. Hediondo le llaman, ¡ JA!, cuán cómicos pueden llegar a ser estas putrefactas criaturas cuya existencia ya es en sí una blasfemia...
El árbol de las Ánimas se iba haciendo cada vez más grande, debido a las ofrendas que noche tras noche recibía, por lo que llegó a infectar a los árboles de su alrededor, y estos comenzaron a pudrirse, lenta y paulatinamente, a la vez que las moradas hojas de la reencarnación del innombrable se volvían más y más turgentes, duras, con escamas y espinas que brillaban con una luz diabólica a la luz de la Luna.
La locura había asolado una gran parte de la naturaleza verde que antes predominaba en la jungla. Ahora no se encontraba otra cosa que muerte, llanto y desolación. Ilhuicamina se creía el dueño y señor de toda esa tierra. La oscuridad era una espesa venda que le impedía ver la realidad. El verdadero Rey de todo era Kisín, señor tenebroso, representante de la oscuridad y de todo lo malo. El era el artífice de todas las desgracias. Ilhuicamina no era más que un simple peón. Una víctima que creía ser verdugo; una corriente de viento que creía ser Dios.