8º - FRIENDSHIP
Sorpresas inesperadas.
Reconexión.
Un nuevo mundo brillante.
- Encantado de veros, pero debo irme. - la voz de Ilhuicamina sonaba realmente tranquila, como si hubiese olvidado por un momento el terrible crimen que acababa de cometer. El agredir al sumo sacerdote se castigaba con algo peor que la muerte; la alta alcurnia de la ciudad devoraría su alma comiéndose su corazón cuando este aún latiese. El sacrificio divino a Kisín, el Dios de los muertos. Se necesitaba el castigo eterno de un alma para que los demás sacrificios llegaran a los Dioses misericordiosos, y que, de esta manera, intercediesen por ellos en la vida terrenal. Pero el muchacho ya no adoraba ninguna divinidad. Nadie había intercedido por él en el pasado, no tenía porqué rendir cuentas a ningún ser celestial, y aún menos dejarse sacrificar para el deleite de sus seguidores.
- De eso queríamos hablarte, queremos irnos contigo, buscar otro lugar al que llamar hogar. Lejos de este lugar pútrido, corrupto y lleno de malos recuerdos. - Hiuhtonal sorprendió al muchacho, que la miraba con cara de asombro. No se esperaba esa contestación de alguien a quién acababa de conocer. Como alguien tan frío, serio a simple vista podía guardar tantos sentimientos en su interior.
Tlacaelel y Topiltzin asentían detrás de la muchacha. Sus rostros reflejaban ansias por conocer el mundo fuera de la aldea, del pequeño pedazo de selva del que nunca salieron. El mundo era un lienzo en blanco en el que dibujar su propio destino. Nadie les diría lo que podían o no hacer.
- Está bien - dijo con una amplia sonrisa, expresión que no usaba desde hace mucho - ¿tenéis algún plan de lo que vamos a hacer?
- Al oeste de aquí hay una aldea mucho más mayor que esta, quizás deberíamos intentar colarnos y hacer vida allí, - Topiltzin respondió raudo - con esfuerzo, podremos llegar a ser lo que queramos, ya veréis.
Yo solo quiero ser feliz, pensó Ilhuicamina. Aunque realmente estaba esperanzado. Esta era una nueva oportunidad para empezar de cero, para olvidar el pasado y centrarse en el futuro.
- Por mi parte, podemos ponernos en marcha ya mismo. - dijo Ilhuicamina
- Perfecto, nosotros ya tenemos todo empaquetado, no llevamos mucho equipaje. - señaló Tlacaelel. - ¿Tú no quieres llevarte nada?.
- No tengo nada, he vivido de lo que me ha dado la naturaleza todos estos años.
- Está bien, ¿nos ponemos en marcha pues?
- ¡Sí! - respondieron todos, casi al unísono.
Uno a uno fueron saliendo de la choza. En cabeza el mayor de todos, Topiltzin, después Hiuhtonal. Siguiéndola de cerca, Tlacaelel y por último, Ilhuicamina, un poco más rezagado, que meditaba sobre si el pasado acabaría por alcanzarle y le seguiría allá donde fuese. Cruzaron hacia el inicio de la selva sin un sólo titubeo, como si fuese una excursión a la orilla del río y a buscar fruta. Nadie miró atrás, salvo Ilhuicamina, que, irónicamente, era el único que no dejaba a nadie allí. Miraba con odio esa tierra baldía, volvía a irse otra vez, pero, esta vez, para no volver. Escupió en el suelo, como muestra de desprecio, asco y rencor hacía esa sociedad en general, y hacía el gran templo en particular. Una sarta de mentiras y de creencias sin fundamentos habían dado el poder sobre el rebaño de borregos a unos egocéntricos que no tenían otra preocupación en la cabeza salvo ellos mismos.
Recorrieron la selva hasta que anocheció, momento que aprovecharon para descansar. Como los dos muchachos se habían pasado media vida en la selva, sabían como preparar unas improvisadas hamacas en lo alto de los árboles, lejos de los depredadores que habría en tierra firme.
A medida que la noche avanzaba la magia de la naturaleza iba aumentando. Las chicas, que no habían pasado una noche así en su vida, se vieron extasiadas ante tanta belleza, y les fue imposible conciliar el sueño. Ninguno de ellos quería dormir esa noche, ya que Topiltzin había estado todo el camino meditando sobre lo que harían cuando llegasen a la ciudad, e Ilhuicamina había procesado un aborrecimiento a dormir, ya que esto llevaba a soñar, y últimamente solo tenía horribles pesadillas.
Los cuatro jóvenes empezaron a hablar de sí mismos, con el fin de que no hubiese secretos entre ellos. Ahora no les quedaba otra cosa que ese pequeño grupo que se acababa de conocer. Solo se tenían los unos a los otros. La conversación comenzó y sin apenas darse cuenta, ya había llegado la mañana.
Para Ilhuicamina, estar desvelado toda la noche no le fue en balde. Esa noche descubrió por ejemplo, que Hiuhtonal huía de unos padres demasiado protectores, que apenas le dejaban salir de casa, tan solo para trabajar en el mercado con su madre, cosa que odiaba, y trabajo que algún día se vería obligada a desempeñar. Tlacaelel y Topiltzin huían buscando una segunda oportunidad, buscaban salir de unos trabajos que odiaban y hacer lo que siempre habían querido. La muchacha, cuidar animales, a los que adoraba, y Topiltzin, salvar vidas, cosa que compartía con Hiuhtonal. Ilhuicamina, al oír todas las posibilidades de trabajo, no lo dudó, se uniría a la pareja de sanadores. Quería salvar vidas, nadie más debía morir antes de tiempo, en vano. Ilhuicamina por su parte les contó su historia, todo lo que le pasó en la selva, y su ajetreado día en Mayaque.
Con el amanecer a sus espaldas, prosiguieron hacia el oeste. Pequeñas líneas de humo negro se veían más y más densas a medida que se iban acercando. El ruido característico de la selva iba dando lugar al de gente gritando, al del choque de piedras y otros ruidos estruendosos.
Pero sus sueños se vieron rápidamente truncados ya que se toparon de bruces con una alta muralla de piedra. Los chicos jamás habían visto una piedra tan lisa. Los hombres debían de haber trabajado realmente duro para poder darle esa apariencia.
Decidieron que buscarían la puerta y amablemente les explicarían la verdad. Bien entrada la tarde fue cuando Tlacaelel gritó que había una puerta. Y así era. Una gran puerta, majestuosa, de la misma piedra que la muralla a la que se le había añadido toques dorados y motivos de dragones. A su lado había una puertecita, mucho más pequeña. Topiltzin golpeó con los nudillos esa puerta, de manera suave, para avisar de que había gente esperando para entrar. Como una exhalación se abrió la puerta. Y tras ella apareció un hombre bajito, de mediana edad, algo regordete y con evidentes síntomas de que estaba perdiendo el pelo:
- ¿Qué queréis niños? - dijo, con una mueca de asco.
- Trabajar - dijo Tlacaelel, que era la más espontánea del grupo.
- Está bien, decidme vuestro nombre, edad, y a lo que os queréis dedicar.
- Tlacaelel, 236 fases lunares, quiero cuidar animales.
- Topiltzin, 240 fases lunares, quiero practicar cirugía.
- Hiuhtonal, 233 fases lunares, quiero ayudar a traer niños al mundo.
- Ilhuicamina, 230 fases lunares,quiero salvar vidas.
- Vaya, cuanto forastero resabiado. Está bien, seguidme, os reuniréis con el gran sacerdote. Él determinará vuestro destino. - sentenció el anciano, mientras gesticulaba con la mano que tenía libre, haciendo ademanes para que los cuatro muchachos entrasen en la villa.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ilhuicamina, hasta el momento el destino sólo le había otorgado sufrimiento. Estaba convencido de que esta vez no sería diferente.
Las calles estaban empedradas con pequeños ladrillos rojos. Las casas, decoradas con pequeños azulejos en sus paredes, recordaban vagamente a las de Mayaque, solo que estas desprendían un aura especial, mezcla del color de sus calles y del atardecer, que teñía de anaranjado todos los pequeños cristales que decoraban las paredes de las casas altas. Los cuatro muchachos quedaron extasiados ante tanta belleza. Veían allí un futuro que podría sonreirles. Ilhuicamina daba señales de que estaba entusiasmado, a pesar de que seguía igual de hundido siempre. Las escaleras en las que finalizaba la calle principal subían al segundo piso de la ciudad, residencia de los nobles, los sacerdotes y la guardia del templo. Dejaron a un lado los puestos de fruta, verdura, a los animales, y se dispusieron a entrar en el recinto sagrado.
El color rojo fue rápidamente sustituido por blanco. Pureza. Este pequeño detalle dio esperanzas al grupo. Puede que los sacerdotes de este reino no tuviesen nada que ver con los que habían conocido antaño. Puede que aquí no hubiese llegado la corrupción. El grupo siguió andando en línea recta, completamente en silencio, respetando la quietud del lugar, a pesar de que aún se escuchaba el jaleo del mercado que dejaban a sus pies. Personas a ambos lados de las calles los miraban, a la vez que cuchicheaban. Sus murmullos eran ínfimos, casi inaudibles, pero la masa aglomerada en las inmediaciones de la calle principal hacía que ese murmullo se volviese ensordecedor. Los muchachos por fin entraron en el templo. Ante ellos, un anciano con larga barba, de piel blanquecina y canosos cabellos. Vestido con una larga túnica clara, de plateados reflejos, se hallaba sentado sobre un trono de mármol.
- Señor, se presentan ante ust... - gritó el anciano que les había estado acompañando hasta entonces.
- Tranquilo, Atlacatl, los dioses ya me han hablado de ellos, puedes retirarte. - dijo, con voz sosegada, el que los muchachos dedujeron que era el sumo sacerdote.
- Muchachos, los dioses me han hablado de vuestras penurias, de vuestros sueños y ambiciones. El futuro está lejos de ser como cada uno de vosotros desea. Pero será la vida la que os ponga a cada uno en vuestro lugar, no yo. Topiltzin, he visto un gran potencial en ti, puedes llegar a ser un gran cirujano, pero lamentablemente necesitas acarrear experiencia para empezar a atender pacientes. En esta villa, Mayapán, ya que desconocíais su nombre, no podemos obsequiarte con esos entrenamientos, sin embargo, hay una ciudad un poco al sur, Ictelizán, cuyos recursos en lo refente a medicina son los mejores de la zona. Eres dueño de tu propio futuro.
- Me siento honrado porque me haga entrega de esta valiosa información, marcharé en breve pues hacía ese lugar.
- De acuerdo, no esperaba menos. Tlacaelel, los dioses han mencionado tu tenacidad a la hora de buscar tu felicidad y la de los que te rodean. Estaríamos honrados de que te unieses a los cuidadores de los animales domésticos, en periodo de prueba durante varias decenas de fases lunares, claro.
- Será todo un honor, me siento imbuida en felicidad debido a que me den este privilegio.
- Me alegra oír eso. Hiuhtonal. Te permitiremos también entrar en la escuela que enseña los cuidados necesarios para tratar a los enfermos. Espero que tu intelecto ayude a nuestro pueblo en un futuro.
- Me siento muy agradecida, señor.
- En cuanto a ti Ilhuicamina, pequeño al que el Kisín marcó con la estrella negra. Joven apesadumbrado, debes ser más positivo. El futuro te aguarda muchas sorpresas, no todas ellas malas. Eres libre para ser lo que quieras ser en el piso inferior de esta ciudad. Solo déjame decirte una cosa. Ya has encontrado la redención. Nadie tiene nada que reprocharte ne el otro mundo. Ahora está en tus manos el decidir que quieres hacer con tu vida. Desde mi punto de vista, te aconsejo aprovecharla.
- Gracias... - dijo Ilhuicamina, rompiendo a llorar. Lágrimas dulces. Lágrimas de felicidad. Zipatocnal era ya solo un bello recuerdo. No había necesidad de recordar el dolor.
Hoy era el primer día del resto de sus vidas, y la oscuridad no podía ennegrecer esa preciosa puesta de sol.
- Tlacaelel, 236 fases lunares, quiero cuidar animales.
- Topiltzin, 240 fases lunares, quiero practicar cirugía.
- Hiuhtonal, 233 fases lunares, quiero ayudar a traer niños al mundo.
- Ilhuicamina, 230 fases lunares,quiero salvar vidas.
- Vaya, cuanto forastero resabiado. Está bien, seguidme, os reuniréis con el gran sacerdote. Él determinará vuestro destino. - sentenció el anciano, mientras gesticulaba con la mano que tenía libre, haciendo ademanes para que los cuatro muchachos entrasen en la villa.
Un escalofrío recorrió el cuerpo de Ilhuicamina, hasta el momento el destino sólo le había otorgado sufrimiento. Estaba convencido de que esta vez no sería diferente.
Las calles estaban empedradas con pequeños ladrillos rojos. Las casas, decoradas con pequeños azulejos en sus paredes, recordaban vagamente a las de Mayaque, solo que estas desprendían un aura especial, mezcla del color de sus calles y del atardecer, que teñía de anaranjado todos los pequeños cristales que decoraban las paredes de las casas altas. Los cuatro muchachos quedaron extasiados ante tanta belleza. Veían allí un futuro que podría sonreirles. Ilhuicamina daba señales de que estaba entusiasmado, a pesar de que seguía igual de hundido siempre. Las escaleras en las que finalizaba la calle principal subían al segundo piso de la ciudad, residencia de los nobles, los sacerdotes y la guardia del templo. Dejaron a un lado los puestos de fruta, verdura, a los animales, y se dispusieron a entrar en el recinto sagrado.
El color rojo fue rápidamente sustituido por blanco. Pureza. Este pequeño detalle dio esperanzas al grupo. Puede que los sacerdotes de este reino no tuviesen nada que ver con los que habían conocido antaño. Puede que aquí no hubiese llegado la corrupción. El grupo siguió andando en línea recta, completamente en silencio, respetando la quietud del lugar, a pesar de que aún se escuchaba el jaleo del mercado que dejaban a sus pies. Personas a ambos lados de las calles los miraban, a la vez que cuchicheaban. Sus murmullos eran ínfimos, casi inaudibles, pero la masa aglomerada en las inmediaciones de la calle principal hacía que ese murmullo se volviese ensordecedor. Los muchachos por fin entraron en el templo. Ante ellos, un anciano con larga barba, de piel blanquecina y canosos cabellos. Vestido con una larga túnica clara, de plateados reflejos, se hallaba sentado sobre un trono de mármol.
- Señor, se presentan ante ust... - gritó el anciano que les había estado acompañando hasta entonces.
- Tranquilo, Atlacatl, los dioses ya me han hablado de ellos, puedes retirarte. - dijo, con voz sosegada, el que los muchachos dedujeron que era el sumo sacerdote.
- Muchachos, los dioses me han hablado de vuestras penurias, de vuestros sueños y ambiciones. El futuro está lejos de ser como cada uno de vosotros desea. Pero será la vida la que os ponga a cada uno en vuestro lugar, no yo. Topiltzin, he visto un gran potencial en ti, puedes llegar a ser un gran cirujano, pero lamentablemente necesitas acarrear experiencia para empezar a atender pacientes. En esta villa, Mayapán, ya que desconocíais su nombre, no podemos obsequiarte con esos entrenamientos, sin embargo, hay una ciudad un poco al sur, Ictelizán, cuyos recursos en lo refente a medicina son los mejores de la zona. Eres dueño de tu propio futuro.
- Me siento honrado porque me haga entrega de esta valiosa información, marcharé en breve pues hacía ese lugar.
- De acuerdo, no esperaba menos. Tlacaelel, los dioses han mencionado tu tenacidad a la hora de buscar tu felicidad y la de los que te rodean. Estaríamos honrados de que te unieses a los cuidadores de los animales domésticos, en periodo de prueba durante varias decenas de fases lunares, claro.
- Será todo un honor, me siento imbuida en felicidad debido a que me den este privilegio.
- Me alegra oír eso. Hiuhtonal. Te permitiremos también entrar en la escuela que enseña los cuidados necesarios para tratar a los enfermos. Espero que tu intelecto ayude a nuestro pueblo en un futuro.
- Me siento muy agradecida, señor.
- En cuanto a ti Ilhuicamina, pequeño al que el Kisín marcó con la estrella negra. Joven apesadumbrado, debes ser más positivo. El futuro te aguarda muchas sorpresas, no todas ellas malas. Eres libre para ser lo que quieras ser en el piso inferior de esta ciudad. Solo déjame decirte una cosa. Ya has encontrado la redención. Nadie tiene nada que reprocharte ne el otro mundo. Ahora está en tus manos el decidir que quieres hacer con tu vida. Desde mi punto de vista, te aconsejo aprovecharla.
- Gracias... - dijo Ilhuicamina, rompiendo a llorar. Lágrimas dulces. Lágrimas de felicidad. Zipatocnal era ya solo un bello recuerdo. No había necesidad de recordar el dolor.
Hoy era el primer día del resto de sus vidas, y la oscuridad no podía ennegrecer esa preciosa puesta de sol.