martes, 10 de abril de 2012

Redemption; Chapter seven, Stay away

7º - STAY AWAY

Dolor interno.

Dolor externo.

Dolor infligido a otras personas.

Sangre inervada. Rabia. Furia. Ganas de matar en aumento. Ilhuicamina estaba colérico. Ciego por el dolor, el odio y la sed de respuestas que le consumían por dentro a una velocidad alarmante. Recorrió como una bestia los amplios corredores del templo. Las esperpénticas figuras recreadas en las paredes le daban aún más dramatismo a la escena. Le parecía extraño que no se le hubiesen cruzado guardias, mas no le dio mucha importancia pues el encuentro con Mixtle le obcecaba tanto que no le importaba como llegar hasta él. El fin justifica los medios, solía pensar. Y esa mentalidad le había llevado a vivir una vida de penurias y venganzas, una tras otra. Siempre igual. Siempre pensando en hacer daño a los demás cuando lo que en realidad lo que necesitaba era que alguien le diese un abrazo. Pero el odio solo genera más odio, y, en ese momento, no había tiempo para mariconadas. Quería a Mixtle muerto. Lo ansiaba. Lo necesitaba.
Los pasillos parecían eternos, tanto subir escaleras, tanto dar la vuelta al toparse con un callejón sin salida, habían hecho enfurecer a Ilhuicamina, más aún si cabe. Al cabo de varios minutos corriendo, el muchacho al fin llegó a la sala principal del templo. Su objetivo debía estar allí. 

- ¡OH PODEROSO MONTECZUMA, DAME PODER PARA ENFRENTARME A LAS AMENAZAS TERRENALES QUE LOS DIOSES OSCUROS ME ENVÍAN!

Una voz ronca gritaba en la otra punta de la habitación. Debía ser el gran sacerdote, invocando a los dioses que un día le dieron a él de lado.

- TUS DIOSES SON UNOS BASTARDOS. IDOLATRAS A FALSAS DIVINIDADES. ¿ACASO TE HAN AYUDADO ALGUNA VEZ? - contestó Ilhuicamina, presentándose así ante Mixtle, que, aunque sabía que estaba en el poblado, no se había percatado de su presencia en la sala.

Giró sobresaltado para encontrarse frente a frente a Ilhuicamina. Hacía años que no se veían. Los sentimientos de ambos se entrecruzaban, peleando el uno con el otro, a pesar de que ninguno se movió del sitio. El aura dorada del sacerdote contra la oscuridad desbordante del salvaje.

- ¿QUIÉN TE HAS CREÍDO TÚ PARA VENIR AQUÍ, AL HOGAR DE LOS DIOSES, A BLASFEMAR DE ESA MANERA?

- ¿QUIÉN TE CREÍAS TÚ CUANDO ME ARREBATASTE MI HOGAR? ¡ROMPISTE UNA AMISTAD POR LA LUJURIA QUE SENTÍAS! ¿Y TIENES LA DESFACHATEZ DE ECHARME EN CARA A MÍ QUE BLASFEME? LOS DIOSES ME ABANDONARON A MI MERCED. TODO HA SIDO TU CULPA... todo ha sido tu culpa maldito desgraciado...

Con lágrimas en los ojos se acercó corriendo al gordo sacerdote, machete en mano. Sin mediar palabra, el puño derecho de Ilhuicamina impactó sobre la grasienta cara de este, que cayó estrepitosamente al suelo. El puño fue seguido de una patada en la cabeza. Y otra, y otra...
Con la cara completamente cubierta de sangre, el sacerdote se hallaba boca arriba, aún consciente, respirando entrecortadamente. Ilhuicamina se encontraba de pie, a su lado, con el cuchillo aún en la mano izquierda, con los nudillos de la mano derecha increiblemente abiertos, desgarrados. La sangre goteaba y manchaba el empedrado suelo del sagrado templo. Se sentó encima de su enemigo. Iba a terminar con todo de una vez. Le agarró por el cuello con una mano, quería verle la cara:

- Tú mataste a Zipatocnal, maldito bastardo. Por tu culpa los dioses reclamaron su alma. Nada de esto hubiese pasado. Todos podríamos haber sido felices, pero tu egoísmo, tu avaricia ha terminado por impurificar nuestras inocentes vidas. Ahora te la arrebataré yo, no mitigará el dolor que siento, pero de este modo no sufrirá más gente inocente...

Levantó el machete con las dos manos, enfurecido. Se disponía a partir el cráneo de aquella bestia cuando una ínfima luz volvió a hablarle en su interior: 

- No lo hagas Ilhuicamina, por favor. Es lo último que te pido. No me gustaría ver como más gente sufre por mi culpa. Estoy bien ahora. No te preocupes por mí. Eres buena persona, no malgastes tu vida cegado por el odio. Te mereces ser feliz. Has sufrido demasiado por mi culpa. Bórrame de tus recuerdos, empieza de nuevo. Te mereces ser feliz...

Las lágrimas corrían por el rostro de Ilhuicamina, y caían encima del sacerdote que se hallaba debajo suyo. Movió los brazos. El cuchillo silbó cortando el viento. Mixtle cerró los ojos con fuerza, acobardado. Ilhuicamina clavó el cuchillo al lado de la cabeza de la que iba a ser su víctima:

- Tienes mucha suerte hijo de puta, no sabes cuanta. - sentenció el desterrado.

Se fue alejando sin mirar atrás, volvería otra vez a la selva, ya no podía continuar en su hogar. Ya no tenía otra patria que los árboles.

- ¡TE ARREPENTIRÁS DE LO QUE HAS HECHO MALDITO ENFERMO! - gritaba en la lejanía el sacerdote, impotente ante el poder de la supuesta oscuridad que el salvaje poseía. 

Pero Ilhuicamina hacía caso omiso de las amenazas, no quería reavivar a sus demonios internos, por lo que se fue sin mirar atrás. Salió del templo, y se dirigió a casa de Topiltzin. Quería despedirse esta vez de su amigo. Quería guardan un único recuerdo alegre de Mayaque. 
Al entrar en la choza de barro se encontró a Topiltzin discutiendo con otras dos muchachas. Todos enmudecieron al ver las ropas ensangrentadas de Ilhuicamina, que se encontraba de pie en el umbral de la puerta:

- ¿Qué has hecho, Ilhuicamina? - preguntó el chico.
- ¿Eres Ilhuicamina? ¡ Cuanto tiempo! - una de las muchachas se acerco corriendo al mozo y le abrazó. Contacto humano. Cómo anhelaba eso. Era la primera vez que se sentía a salvo en mucho, mucho tiempo. - ¿no te acuerdas de mi? Soy Tlacaelel, trabajaba en los campos de recolección contigo. Ella es Hiuhtonal.

Esa era la voz que Ilhuicamina había escuchado la noche anterior. Se sentía aliviado, aún quedaban conocidos que no le recordaban como a un monstruo, un despojo de la sociedad, un paria... Esbozó una extraña mueca, un intento de sonrisa, mas la situación en la que se encontraba y la expresión de Hiuhtonal no favorecieron en nada a que esa mueca se transformase en una sonrisa. Hiuhtonal parecía realmente fría, distante, seria, todo lo contrario que las otras dos personas que moraban en esos momentos la choza. Ilhuicamina se sintió identificado con ella, y sintió la imperiosa necesidad de conocerla mejor. Quizás ella también guardaba un secreto, una vida que nadie más sabía. Quizás era como él. Pero por ahora sería imposible averiguarlo, debía huir de la tierra que le vió crecer. Aunque el destino le deparaba una sorpresa que ni al más juerguista de los dioses se le hubiese ocurrido.

Redemption; Chapter six, Purity/ Impurity


6º - PURITY - IMPURITY

La calidez de la amistad.

El frío de la traición.

Deseos que chocan. Destinos manifiestos.


Ilhuicamina se acercó temeroso a la sala principal de la choza, dubitativo de si debía o no saber todo lo que había acontecido en el pueblo en estos años. Con la mano temblorosa, cogió el respaldo de una silla y se dejó caer sobre esta, como un tucán se posiciona sobre una rama. Topiltzin, cabizbajo, se hallaba recostado sobre la pared, con un maltrecho cigarro en su boca. Su rostro era imposible de descifrar pues la tenue luz de la mañana evitaba que llegase luz solar a su cara.
Tras un silencio que pareció eterno, el chico alto, paliducho, de pelo moreno que se encontraba de pie comenzó a hablar:

- Siento mucho lo que te pasó. Tu no tenías culpa de nada. Pero las premoniciones del gran sacerdote eran inexpugnables, y nadie pudo hacer nada cuando tus padres murieron. Ellos eran el último reducto que defendía tu estancia en Mayaque, sin ellos, fuiste pasto para la tiranía del gran sacerdote. Mixtle, venerado como a un mismo Dios, no dudó en sacarte de su vista, enviarte lejos, desterrarte. Pero todo esto tenía una explicación. La hija de uno de los cazadores, Zipactonal.

Ilhuicamina escuchó como si algo de cristal se resquebrajase dentro de su interior al volver a oír ese nombre. Últimamente todo giraba en torno a ella. Y cuando salía de esa vorágine de malos recuerdos no hallaba más que odio, dolor y sed de venganza. Pero continuó escuchando, a pesar de que casi no podía aguantar las lágrimas:

- Posiblemente no conocieses a esa muchacha, puesto que era de una casta superior, pero los otros cazadores me han dicho que se pasaba las horas mirando por las ventanas del gran mercado. Las ventanas desde las que veían todas las cosechas de maíz. Decían entre risas que alguien debía llamarle poderosamente la atención, y que ojalá se hubiese fijado más en los cazadores, y no en los nenazas esos que cogían verduras y hortalizas del suelo.

El muchacho escuchaba atónito la conversación. Esto no podía ser real. Esa Zipactonal no debía ser la que él conocía. Y si así fuese, seguramente no se hubiese fijado en él, eran cientos de mozos los que recogían maíz y trigo en aquellas cosechas. Aunque cabía la posibilidad. Esto cambiaba todos sus esquemas. Su primer encuentro no había sido mágico. Estaba adulterado por un deseo previo de la muchacha. Debía ser imposible. No la había visto en la vida. No podía ser verdad.
Topiltzin prosiguió:

-  Pues bien. Mixtle puso sus ojos en ella. De entre todas las jóvenes del reino, se fijó en ella, y procedió a cortejarla. Estaba muy ilusionado, ya que ninguna mujer había rechazado nunca a un gran sacerdote. Su posición le daría los lujos que nunca hubiese imaginado. Cuán grande fue su sorpresa cuando esta zagala le dijo que no estaba interesada en él, sino en otro muchacho. Tú eras eres muchacho, Ilhuicamina. Por eso te desterró. Te quería lejos de Zipactonal.

Esto le sentó como un jarro de agua fría. Por fin se había quitado la venda que tanto tiempo le había impedido ver. Mixtle, que había sido su amigo cuando iban a la escuela, le había provocado un daño horrible.

- Pero eso no es todo. Tras tu marcha, Zipactonal estaba sumida en la amargura. Su contagiosa risa no sonaba más. Apenas hablaba con todos los demás y, de la noche a la mañana, desapareció. Huyó de casa y se adentró en la espesura de la selva. Te buscaba.

Ilhuicamina estalló de rabia, ya no podía soportarlo más, cada una de las palabras que Topiltzin decía se le clavaban en la conciencia como flechas envenenadas. Se sentía culpable por la muerte de Zipactonal. Aunque había alguien que era aún más culpable. Mixtle. El artífice del Caos. El Kisín humano. El lobo vestido de cordero. Quería explicaciones, o eso deseaba pensar, porque en el fondo, la rabia volvía a cegarle. La locura, la oscuridad, volvían a apoderarse de su cuerpo. Se vaticinaban más sangrías, solo que esta vez, disfrutaría matando.
Se levantó de un golpe de la silla y corrió hacia la ventana. Fue tan repentino que Topiltzin se tropezó y cayó al suelo. Ilhuicamina cogió un machete que su amigo utilizaba para cazar, y saltó por la abertura en la pared de barro. Corrió por todo el poblado, perdido, buscando la forma de alcanzar el gran templo, que se hallaba en la parte más alta de la ciudad. Recorrió calles y calles, casi sin aliento. Cogiendo fuerzas de donde no las había. La locura le daba el poder. Esta vez no necesitaba del fruto del Árbol de las Ánimas para sentirse poderoso. Era consciente de que no sería capaz de llegar hasta su objetivo, su guardia era inmensa, y estaba mucho mejor armada que él. Tendría suerte si consiguiese salir con vida de la escaramuza que estaba a punto de protagonizar, pero no temía lo que el destino le deparase, se levantaría una y otra vez hasta vengar la muerte de su amada.
Las calles llegaron a un final, un gran edificio que se elevaba hasta el cielo. La majestuosidad del recinto no amainó la ceguera de Ilhuicamina, que prosiguió enfurecido su marcha, ahora a un paso más taimado.
Dos guardias se encontraban charlando en la puerta, cuando vislumbraron al atacante, se dispusieron a asaltarle, mas sendos golpes en sus sienes con los puños desnudos de Ilhuicamina les dejaron en un estado inconsciente.
El muchacho se hallaba embravecido, y nada ni nadie podría detenerle. Aunque no tenía ni idea de lo que estaba a punto de ocurrir.