7º - STAY AWAY
Dolor interno.
Dolor externo.
Dolor infligido a otras personas.
Sangre inervada. Rabia. Furia. Ganas de matar en aumento. Ilhuicamina estaba colérico. Ciego por el dolor, el odio y la sed de respuestas que le consumían por dentro a una velocidad alarmante. Recorrió como una bestia los amplios corredores del templo. Las esperpénticas figuras recreadas en las paredes le daban aún más dramatismo a la escena. Le parecía extraño que no se le hubiesen cruzado guardias, mas no le dio mucha importancia pues el encuentro con Mixtle le obcecaba tanto que no le importaba como llegar hasta él. El fin justifica los medios, solía pensar. Y esa mentalidad le había llevado a vivir una vida de penurias y venganzas, una tras otra. Siempre igual. Siempre pensando en hacer daño a los demás cuando lo que en realidad lo que necesitaba era que alguien le diese un abrazo. Pero el odio solo genera más odio, y, en ese momento, no había tiempo para mariconadas. Quería a Mixtle muerto. Lo ansiaba. Lo necesitaba.
Los pasillos parecían eternos, tanto subir escaleras, tanto dar la vuelta al toparse con un callejón sin salida, habían hecho enfurecer a Ilhuicamina, más aún si cabe. Al cabo de varios minutos corriendo, el muchacho al fin llegó a la sala principal del templo. Su objetivo debía estar allí.
- ¡OH PODEROSO MONTECZUMA, DAME PODER PARA ENFRENTARME A LAS AMENAZAS TERRENALES QUE LOS DIOSES OSCUROS ME ENVÍAN!
Una voz ronca gritaba en la otra punta de la habitación. Debía ser el gran sacerdote, invocando a los dioses que un día le dieron a él de lado.
- TUS DIOSES SON UNOS BASTARDOS. IDOLATRAS A FALSAS DIVINIDADES. ¿ACASO TE HAN AYUDADO ALGUNA VEZ? - contestó Ilhuicamina, presentándose así ante Mixtle, que, aunque sabía que estaba en el poblado, no se había percatado de su presencia en la sala.
Giró sobresaltado para encontrarse frente a frente a Ilhuicamina. Hacía años que no se veían. Los sentimientos de ambos se entrecruzaban, peleando el uno con el otro, a pesar de que ninguno se movió del sitio. El aura dorada del sacerdote contra la oscuridad desbordante del salvaje.
- ¿QUIÉN TE HAS CREÍDO TÚ PARA VENIR AQUÍ, AL HOGAR DE LOS DIOSES, A BLASFEMAR DE ESA MANERA?
- ¿QUIÉN TE CREÍAS TÚ CUANDO ME ARREBATASTE MI HOGAR? ¡ROMPISTE UNA AMISTAD POR LA LUJURIA QUE SENTÍAS! ¿Y TIENES LA DESFACHATEZ DE ECHARME EN CARA A MÍ QUE BLASFEME? LOS DIOSES ME ABANDONARON A MI MERCED. TODO HA SIDO TU CULPA... todo ha sido tu culpa maldito desgraciado...
Con lágrimas en los ojos se acercó corriendo al gordo sacerdote, machete en mano. Sin mediar palabra, el puño derecho de Ilhuicamina impactó sobre la grasienta cara de este, que cayó estrepitosamente al suelo. El puño fue seguido de una patada en la cabeza. Y otra, y otra...
Con la cara completamente cubierta de sangre, el sacerdote se hallaba boca arriba, aún consciente, respirando entrecortadamente. Ilhuicamina se encontraba de pie, a su lado, con el cuchillo aún en la mano izquierda, con los nudillos de la mano derecha increiblemente abiertos, desgarrados. La sangre goteaba y manchaba el empedrado suelo del sagrado templo. Se sentó encima de su enemigo. Iba a terminar con todo de una vez. Le agarró por el cuello con una mano, quería verle la cara:
- Tú mataste a Zipatocnal, maldito bastardo. Por tu culpa los dioses reclamaron su alma. Nada de esto hubiese pasado. Todos podríamos haber sido felices, pero tu egoísmo, tu avaricia ha terminado por impurificar nuestras inocentes vidas. Ahora te la arrebataré yo, no mitigará el dolor que siento, pero de este modo no sufrirá más gente inocente...
Levantó el machete con las dos manos, enfurecido. Se disponía a partir el cráneo de aquella bestia cuando una ínfima luz volvió a hablarle en su interior:
- No lo hagas Ilhuicamina, por favor. Es lo último que te pido. No me gustaría ver como más gente sufre por mi culpa. Estoy bien ahora. No te preocupes por mí. Eres buena persona, no malgastes tu vida cegado por el odio. Te mereces ser feliz. Has sufrido demasiado por mi culpa. Bórrame de tus recuerdos, empieza de nuevo. Te mereces ser feliz...
Las lágrimas corrían por el rostro de Ilhuicamina, y caían encima del sacerdote que se hallaba debajo suyo. Movió los brazos. El cuchillo silbó cortando el viento. Mixtle cerró los ojos con fuerza, acobardado. Ilhuicamina clavó el cuchillo al lado de la cabeza de la que iba a ser su víctima:
- Tienes mucha suerte hijo de puta, no sabes cuanta. - sentenció el desterrado.
Se fue alejando sin mirar atrás, volvería otra vez a la selva, ya no podía continuar en su hogar. Ya no tenía otra patria que los árboles.
- ¡TE ARREPENTIRÁS DE LO QUE HAS HECHO MALDITO ENFERMO! - gritaba en la lejanía el sacerdote, impotente ante el poder de la supuesta oscuridad que el salvaje poseía.
Pero Ilhuicamina hacía caso omiso de las amenazas, no quería reavivar a sus demonios internos, por lo que se fue sin mirar atrás. Salió del templo, y se dirigió a casa de Topiltzin. Quería despedirse esta vez de su amigo. Quería guardan un único recuerdo alegre de Mayaque.
Al entrar en la choza de barro se encontró a Topiltzin discutiendo con otras dos muchachas. Todos enmudecieron al ver las ropas ensangrentadas de Ilhuicamina, que se encontraba de pie en el umbral de la puerta:
- ¿Qué has hecho, Ilhuicamina? - preguntó el chico.
- ¿Eres Ilhuicamina? ¡ Cuanto tiempo! - una de las muchachas se acerco corriendo al mozo y le abrazó. Contacto humano. Cómo anhelaba eso. Era la primera vez que se sentía a salvo en mucho, mucho tiempo. - ¿no te acuerdas de mi? Soy Tlacaelel, trabajaba en los campos de recolección contigo. Ella es Hiuhtonal.
Esa era la voz que Ilhuicamina había escuchado la noche anterior. Se sentía aliviado, aún quedaban conocidos que no le recordaban como a un monstruo, un despojo de la sociedad, un paria... Esbozó una extraña mueca, un intento de sonrisa, mas la situación en la que se encontraba y la expresión de Hiuhtonal no favorecieron en nada a que esa mueca se transformase en una sonrisa. Hiuhtonal parecía realmente fría, distante, seria, todo lo contrario que las otras dos personas que moraban en esos momentos la choza. Ilhuicamina se sintió identificado con ella, y sintió la imperiosa necesidad de conocerla mejor. Quizás ella también guardaba un secreto, una vida que nadie más sabía. Quizás era como él. Pero por ahora sería imposible averiguarlo, debía huir de la tierra que le vió crecer. Aunque el destino le deparaba una sorpresa que ni al más juerguista de los dioses se le hubiese ocurrido.