Y mientras, el príncipe buscaba en el fondo de una jarra el reflejo de su alma. Analizaba el espejo esperpéntico con el fin de que le dijese cómo hallar la felicidad, como recomponer un corazón que una simple criada pisoteó un millar de veces con sus desgastadas sandalias.
Así, a base de bucear entre vasos de aguamiel, las prendas del apuesto príncipe se fueron corroyendo, pudriendo, desvaneciendo, hasta convertirse en harapos. Su armadura, antes de un metal más brillante que el platino, se oxidó, dando al caballero un aspecto lúgubre y sombrío.
La estrecha línea que separa el Bien del Mal es tan fina que sin darse cuenta el príncipe se volvió oscuro y ruin. Renegó de todo, sus posesiones, sus ideales, sus conocidos, incluso su trono... Quería estar solo.
Las primaveras se sucedieron, llegaron nuevos paladines a la comarca, y el caballero de blanca armadura, con el paso del tiempo, fue olvidado, relegado a un segundo plano por los mozos que un día le admiraron como a un Héroe.
Taciturno y medio moribundo, este decrépito vagabundo, frio y calculador a simple vista, seguía guardando los mismos ideales románticos y aventureros de los que hacía gala en su juventud, mas la gruesa capa de mugre que cubría su piel impedía que la gente lo viese como realmente era. El antiguo príncipe pensó que así, las personas que realmente lo quisiesen no verían en él ninguna diferencia con el antiguo guerrero y poeta, pero en el fondo sabía que se equivocaba.
Sabía que nadie lloraría su pérdida, sus antiguos amigos le darían de lado y se acercarían a su hermano menor, siguiente heredero al trono. Moriría solo, ya que esa sociedad infecta se fijaba más en las vestimentas y en la apariencia que en los ideales de uno. En efecto, el caballero murió, entre desechos y rodeado de ratas. Pero no murió triste, pues descubrió una cosa.
El tratar con ratas hizo que estas le quisiesen como a una más. Ellas no entendían de superficialismos. Ellas le acojieron como a una más de las miles de la colonia, huérfanas y confundidas, que buscaban infructuosamente alguien en quién apoyarse, a quién
pedir auxilio en momentos de necesidad sin pedir nada a cambio. El caballero murió feliz, se dió cuenta que, aunque el ser humano era la especie dominante del planeta, los animales eran los únicos que vivían como un sólo organismo, ya que entre las mismas especies no entendían de razas.
Un relámpago estremeció la quietud de la noche. El joven príncipe se despertó sobresaltado, bañado en sudor. No podía quitarse de la cabeza el sueño que había tenido. Sopesó largo y tendido esta idea hasta que llegó a ser rey. Entonces decidió comunicarle su idea de abolir la esclavitud y las clases sociales en su reino a su consejo de ministros. A la mañana siguiente apareció muerto en su habitación. Nadie vió nada, pero, coincidencia o no, el mayordomo tenía monóculo nuevo.
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